5.9.15

Lugares de seducción y resistencia: los urinarios, José Miguel G. Cortés

Son diversos los escritores famosos (como Jean Genet, Alan Hollinghurst, David Leavitt, Edmund White...) que han narrado en sus novelas los encuentros sexuales en esas arquitecturas del deseo que son los urinarios públicos. Arquitecturas que han sido testigos, a lo largo de diferentes décadas, del forjamiento de identidades que escapas a los roles impuestos y que se han nutrido de un amplio espectro de ambigüedades, pues "bajo el olor a orín y a heces, al cloro del agua, a desinfectantes y abrillantadores del suelo, a detergentes y estropajos, estaba el tenue olor de los otros que compartían el territorio, el olor a miedo y represión".1 Una experiencia hecha de temor y de deseo que tenía lugar en locales muy especiales y dotados de una gramática muy específica (como se muestra en las películas de Taxi zum Klo, 1981, de Frank Ripploh o Urinal, 1988, de John Greyson), donde los movimientos, las miradas, las pautas de acercamiento, los silencios y el tiempo suspendido podían leerse con un código muy significativo que era necesario conocer para entenderlo (o, mejor, entender para conocerlo). En los urinarios se crean y reciclan fantasías públicas y privadas o se ponen de manifiesto deseos e impulsos agazapados; es un área para la observación y la contemplación.

Trailer de Taxi zum Klo, 1981, de Frank Ripploh

La distribución del espacio y los materiales utilizados en la construcción de los urinarios (los blancos y fríos azulejos, los cubículos simétricos, las formas racionales y utilitarias...) reflejan del modo más crudo diferentes propiedades del "espacio masculino". Son lugares reservados al trato y a la mirada fuerte y sólida, al sexo duro y sin remilgos de una masculinidad sin fisuras que no desea ser cuestionada en unos de su lugares más propios y específicos (véase la película de Patrice Chéreau L'homme blessé, de 1983).

 

 Escena de L'homme blessé, 1983, de Patrice Chéreau

Sin embargo, al usar los urinarios como escenario sexual, los hombres se sitúan en una posición de vulnerabilidad, pues este lugar se convierte en un lugar para la expresión sexual y la libertad, pero también en un espacio de restricciones y de control (como en el cortometraje de Antonio Hens Malas compañías, de 1999). Unos espacios asépticos que sirven para dar rienda suelta a las fantasías y a los deseos, pero situados en áreas muy especiales de la ciudad, "un rincón olvidado del parque, un callejón, al fondo de un aparcamiento [...] era curioso que no me hubiera fijado nunca en aquella construcción. Estaba en un recodo de la Calle Mayor, discretamente encajada entre un pub y unas casas abandonadas ocultas tras las vallas de publicidad",2 lugares escondidos al abrigo de las miradas públicas y de las calles, que son, todavía, los espacio normativos de la heterosexualidad.3

Cortometraje En malas compañías, 2000, de Antonio Hens

[1] COLLINS, Warwick, Caballeros, Anagrama, Barcelona, 2002, p.41
[2] MOORE, Oscar, Un asunto de vida y sexo, Ediciones B, Barcelona, 1992, p. 62
[3] Ese aspecto se puede observar bastante bien en el Diario de Joe Orton, en el cual el autor teatral británico explica su afición por visitar los urinarios de la capital inglesa (especialmente los de South End Green, construidos en 1897) para diversas experiencias sexuales. Experiencias que posteriormente Stephen Frears llevó a patnalla son su película Ábrete de orejas de 1987.

G. CORTÉS, José Miguel, Políticas del espacio. Arquitectura, género y control social, Isaac/Actar, Barcelona, 2006, pp. 153-155