Los mismos estados y las religiones se han encargado a lo largo de los siglos de transformar las relaciones sexuales humanas en una especie de arquetipos a modo de empresa como únicos modelos válidos de relación. El resto de modelos de conducta sencillamente han sido proscritos, invisibilizados o abiertamente perseguidos en caso de ostentación. Se puede decir, por tanto, que nuestras relaciones han estado regidas por los estados ejerciendo a modo de proxenetas, y a título personal por un marcado interés material como forma de relación monocontractual. La sexualidad del homínido está inevitablemente domesticada hasta niveles exagerados para que encaje en conveniencias del sistema. También existen intereses propios en tanto que animales sociales.
El referente más cercano de práctica sexual autentica sin moldes e intereses, excepto el del puro placer, lo tendríamos en nuestro primo genético el bonobo. Este primate practica sexo en cualquier sitio, de forma indiscriminada y por motivaciones diversas, por ejemplo a cambio de comida -a eso nosotros lo llamamos prostitución- o para aliviar tensiones violentas, practica que deberíamos aprender los homínidos.
Nosotros estamos muy lejos todavía de practicar sexo única y exclusivamente como nos apetece. Incluso los estereotipos de relación más libre están condicionados por conveniencias ajenas o del sistema, cuestión con la que transigimos suponiendo que ello nos beneficia, aunque no siempre se sepa bien de qué forma.
Existe toda una industria y un mercado económico basado en la relación monocontractual entre homínidos. Las propias relaciones contractuales están regidas por la economía. El matrimonio es un vulgar contrato de compraventa entre personas que marca la pertenencia entre contratados. Y la persistencia de esa relación se rige, aun existiendo un sentimiento vinculante, por algo mucho más vinculante y decisivo: el valor económico y empresarial del estereotipo conocido como familia.
Nuestras relaciones son, en términos financieros, una especie de filial de los gobiernos y su organigrama en ese gran mercado conocido como Estado. O dicho de otra forma, nuestra sociedad es un gran burdel cohesionado por el sexo-género, mercado y jerarquía. En ese contexto se puede decir abiertamente que todos somos prostitutos y prostitutas, clientes y clientas del sistema sexual establecido donde interés, sexo, género, dinero y Estado conforman el molde en el que nos forjamos.¿Una descripción poco romántica? Bueno..., el sentimiento existe, pero a quien habría de importarle excepto a quien lo siente o expresa.
ESPEJO, Beatriz, «El sexo como principio alimentario en nuestra sociedad», 2010